lunes, 10 de agosto de 2009

Ibsar

Mañana de miércoles de primeros de marzo en Tánger. Año 99. Ando en tercero de BUP, y como todas las mañanas me despierto a las 6.45 (con el paso del tiempo no sé como carajo lo conseguía). Ducha, meto las cosas en la mochila, y me bajo a desayunar a la cocina. Por mis piernas se restriega sexualmente la gata: yo estoy en plena adolescencia, y ella, en celo, solo huele mis hormonas. Un par de sacudidas con el pie y consigo que desaparezca.

Lo primero que me espera nada más salir de casa es una cuesta del 10% de pendiente. Mi Everest matutino. No hace frío, pero tampoco calor. Sin embargo, noto que tengo la espalda empapada, como si el radiador se hubiera activado y hubiera empezado a manar sudor de mis poros. Cuando llego a la planicie pasan algunos taxis. Tengo en mi bolsillo siete dirahms (unos 50 céntimos de euro). Me da para coger un taxi, porque como mucho me cuesta cinco. Sin embargo, ese dispendio me dejaría sin el manjar de los miércoles: media barra de pan rellena con una de las mejores tortillas de patatas que prepara la mujer de Tano en la cantina, y de las que a mí siempre me guarda mi ración.

Cuando llego al instituto -- unos 20 minutos después -- el jersey lo tengo empapado, algo que no es frecuente en mi, porque soy de poco sudar. Para despertarme tengo a primer hora literatura con Chelo. Como siempre me hago el sobrado y no saco nada de la mochila. Pienso que la literatura solo se estudia de oídas y leyendo, a penas sin apuntes, y quedándote con algún que otro dato, como que Machado, Antonio, se lío y se casó con una joven de 16 años en Soria que murió al poco y a la que el poeta (que menos siendo poeta) le dedicó un poema soberbio tras su muerte, y que luego, como poeta que era, se enamoró de una mujer casada, una tal Pilar Valderrama, a la que él rebautizó como Guiomar (Pilar no lo debía resultar muy inspirador), y le dedicó otros precisos poemas, 'te quiero para olvidarte, para quererte te olvido', pero la tal Pili no le hizo ni caso, y él insistía en mandarle poemitas y aduciendo que era un amor platónico y que no buscaba carne, bla, bla, bla.

La clase transcurre con normalidad para todo el mundo, salvo para mi. La espalda mojada interacciona con el jersey que llevo, y el pico es irresistible. Me entretengo mandando alguna notita a una compañera, pero el rollo se corta cuando la rubia Chelo nos dice que nos estemos quietecitos y que así no se puede dar clase. Normalmente a Chelo le hacemos poquito caso, ya que como mucho te echa cinco minutos al pasillo. Pero paramos, porque está explicando no sé que del Quijote y avisa que eso entra seguro en el examen.

Termina la clase. Chelo se dirige a mi para reñirme por mis correspondencias con la susodicha compañera. "Le estaba comentando una cosa sobre el Quijote", le digo como escusa estúpida. "Pues la próxima vez las comentáis en alto, que nadie participa", me estepa, para añadir: "Por aquí huele mal, abrid la ventana porque os vais a ahogar". Hasta ese momento no me había dado cuenta de que apestaba. Hay en la clase un olor a amoniaco desagradable que hace picar la nariz. El reguero de olores queda confirmado por los compañeros de clase que viene de química, y que se nos suman a los de mixtas para la clase de matemáticas con Ana. "¡Joder! ¡Como apestáis lo de letras!" dice uno, a modo de ejemplo de comentario que se van sucediendo.

Decido no entrar en disputas dialécticas sobre los olores de los distintos currículos académicos porque es cierto que apesta. En clase de mates pasa todo lo contrario que en literatura: el cuaderno es más que necesario, y como hice a toda prisa las ecuaciones la noche anterior, decido echarles un ojo. Es cuando, tras abrir la mochila, encuentro la fuente del pestazo que llena el aula: la gata, la zorra de la gata, la muy puta, la cabrona, y demás descalificativos que se le pueda a uno ocurrir, decidió mearse en mi mochila para marcar. Cojo mis cosas a toda prisa y salgo corriendo; decido sobre la marcha tomar el camino más largo para la salida, y así no cruzarme con Ana y tener que decirle que me encuentro mal, porque lo de la meada no se lo cuento ni al Tato.

Cuándo estoy a punto de flanquear la puerta del Instituto, la voz de Mariloli, la guardiana del Severo Ochoa, me frena: "¡Niño! ¿A dónde te crees que vas?". "Me encuentro mal, la tripa, me duele, y me iba a casa", le miento. "Pues al jefe de estudios a pedirle permiso".

El reto es duro. Tengo que hacer mi mejor papel para que Ángel, profesor de filosofía, aragonés, imponente y al que no se le escapa una, se trague que me encuentro mal y que me piro a casa. "¿La tripa? ¿No quieres tomar nada? ¿Un té tal vez?", me dice. "No...no...me quiero a ir a casa...", le digo. "Sí, se te ve mala cara", me responde, y sé que todo va bien, que ha colado, y que no tengo que confesar que la espalda la tengo empapada de orín de gata. "Puedes irte, pero vamos a llamar a tu madre", se cura en salud. Ángel y mi madre se llevan bien, por los orígenes compartidos, y porque mi madre es la pediatra de sus hijos. "Tengo a tu chico aquí malito", dice con un ritintín. "¿Le dejo que se marche a casa o lo dejo aquí atado?". Y mi madre, como madre que es, pero encima como médico, quiere hablar conmigo y habla conmigo para preguntarme los síntomas. "Si mamá, la tripa, me duele, no...no es nada...se me pasará...¡Ni se te ocurra venir a buscarme! Llego a casa, tampoco estoy tan mal".

El salvoconducto lo tengo ya logrado tras el permiso de mi madre, pero Ángel va un paso más allá, y echa mano de su cartera: "Toma, cógete un taxi", me dice extendiéndome cincuenta dirahms, con los que puedo ir y volver a Tetúan si me lo propongo. Ante mi negativa, insiste: "No seas más maño que tu madre y coge el dinero".

Me recibe en casa mi gata, con las mismas apetencias sexuales que está mañana, pero mi instinto es asesino, y ella lo nota. Empieza una persecución por toda la casa, hasta que me doy cuenta de que las patadas que le quiero meter no le van a quitar el celo, y que no hay solución, salvo las medidas preventivas: a partir de ese día tendrá prohibida la entrada a mi habitación, cuya puerta permanecerá siempre cerrada.

La segunda ducha del día en menos de dos horas tiene como objetivo quitarme los rastros de pis. Luego, decido volver al instituto andando. He gastado los cinco dirahms que tenía, pero he dejado intactos los 50 del jefe de estudios. Llego cuando quedan 5 minutos para que acabe el recreo. En la cantina le devuelvo a Ángel los 50 dirahms: "¿Pero qué coño haces aquí", me pregunta. "Ya se me ha pasado", le contesto. Y es entonces que aparece la mujer de Tano, que me pregunta dónde me había metido. "Te he guardado un bocadillo de tortilla. Es el único que me queda, casi te lo vento", me recrimina. "Gracias, pero no tengo dinero...si me lo apuntas, mañana te lo pago, que tengo hambre y tiene muy buena pinta", le sugiero haciéndole la pelota, como todas las mañanas, que a las cantineras te tienen que mirar con buenos ojos, porque son las que te van a dar de comer. Los 50 dirahms de Ángel vuelven a escena, los estira encima de la barra, y le dice a la mejor cocinera de tortillas de patatas: "Pago yo el bocadillo", y mirándome añade: "Eso sí, un día me vas a explicar los dolores de tripa que tienes que se curan con bocadillos de tortilla".

PS: Ibsar (pimienta en árabe) es el nombre de la gata. Murió el pasado domingo, a los 14 años, de un virus que la dejó malamente los últimos meses. Esta anécdota que he contado aquí la recordaré siempre asociada a sus manchas negras sobre su pelaje blanco, con forma de antifaz en la cabeza. Creo que fue una gata que vivió muy bien, a base de latas de comida que le gustaban, porque como todo felino de crianza doméstica exquisita, solo comía lo que le gustaba. Ibsar fue la primera gata (y espero que la única) que ha entrado en nuestra casa, fundamentalmente perruna. Unos amigos de mi hermana se la regalaron para vencer la soledad de sus primeros años en Madrid. Cuando mis hermanos siguieron sus pasos, en Madrid sobraba la gata, y fue así como aterrizó en Tánger, donde fue la sombra de mi madre desde que llegó. Los gatos son fieles, pero solo a los que les dan de comer.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Madrid, agosto

Vacío. Dónde más se nota es que hay sitios para aparcar. No tengo coche, pero me lamento al ver, en la puerta de mi casa, hasta cinco sitios vacíos.

Madrid se queda desierto. Es una tradición de todos los agostos, y en la que yo siempre intento estar presente desde hace unos años.

Sin nadie, los bares como el Brillante echan el cierre. Durante un mes no huele a calamares refritos al pasar por delante.

En la farmacia del barrio avisan que hasta el 1 de septiembre no se dispensará ningún anticonceptivo, ningún antidepresivo, ningún gelocaltil y ningún otro tipo de droga.

Las taquilleras de los cines parecen aburrirse, y hasta les da tiempo a hacer un e
crucigrama sin tachones.

"Elija mesa", te dicen en los restaurantes que en otras fechas te reciben con la frasecilla de "tiene usted reserva?".

El mercado es un pasillo de cierres metálicos.

Carteles puñeteros con ritintín: "Cerrado por vacaciones". Quedaría más verosímil si a reglón seguido pusiera: "Jódase usted que le ha tocado quedarse".

En los baretos no hay tanto humo.

Sin tí, hilos de comunicación por el móvil.

El peluquero tampoco está; le espera mi cabellera para septiembre.

Los periódicos vienen con otros colores.

En las radios suenan otras voces.

37 grados.

Y aún así, o sobre todo así, me gusta.

PS: recomiendo lectura del post de Toño Fraguas: 'En Madrid huele a pis'