jueves, 26 de febrero de 2009

Recuerdos, basura

Ésta fotografía la tomé con mi móvil hace poco más de un mes, en una calle de Madrid:

 
Fotografías, negativos, cartas, postales, felicitaciones de cumpleaños infantiles y demás recuerdos en estado físico. Todo ese reguero de intimidad había sido arrojado a un contenedor; luego alguien había rebuscado algo de valor, dejando por la acera como un metro cuadrado de chapopete de melaconía.

Analicemos: Los recuerdos en estado físico son solo una puerta a los verdaderos recuerdos; las fotos, la correspondencia abre esa puerta al recuerdo real, a ese que está metido en la sesera (estudios científicos recientes seguro que pueden señalar en que parte exacta del cerebelo se encuentran).

Desconozco porque alguien tiró esos recuerdos físicos. Pero especulemos: desamor, desagaño, un ataque de celos, unos cuernos, una fuga ("cariño, tenemos que huir, coge lo imprescindible y lo demás tíralo a la basura"), un inquilino nuevo de un piso de alquilar cuyos anteriores ocupantes fueron puestos en la puta calle porque llevaban cinco meses sin pagar y las amenazas de un matón les hicieron dejar hasta las fotos...

Yo sospecho que tiene algo que ver con el c'est fini de toda la vida. Lo dejamos, cariño; quizá en una versión más dura: ya no te quiero, he conocido a otro/a, no aguanto más tus impertinencias, ya lo decía mi madre que una chica/o como tu solo me podía dar problemas, cariño, me he dado cuenta de que me gustan las mujeres/los hombres... Y la parte que se queda compuesta y sin la contraparte. Así que decide hacer algo: tirar a la basura todo lo que le recuerde a quien le ha abandonado. No funciona: alejar los recuerdos físicos no sirven de casi nada. "El esfuerzo de olvidar supone un continúo recuerdo", le escuché decir a Torres Mora en una conferencia. "Se me olvidó que te olvidé", dice un bolero. Hagan la prueba cuando intenten olvidar a alguien: por mucho que hagan trabajar a los barrenderos, el recuerdo queda allí.

Queda una crítica a este -a amante despechado: entendemos que estés jodido-a porque te has quedado con el corazón hecho trizas, que crees que todas las mujeres - hombres son iguales, y que no piensas volver a probar ese veneno que es el amor. Pero no jodas al resto: el papel, aunque esté lleno de recuerdos, hay que tirarlo en el contenedor adecuado: ¡recicla, coño!

martes, 17 de febrero de 2009

Los últimos bombones

Hay una frase mítica del cine que siempre me ha parecido una soberana gilipollez: "Mama siempre decía que la vida es como una caja de bombones, nunca sabes cual te va a tocar"Quién la decía era Forest Gump".
Enfrentarse a una caja de bombones es enfrentarse a la elección. La apariencia juega mucho; también que le ha metido dentro del "maestro chocolatero". ¿Café? No, gracías; ¿licor? supone asesinar al chocolate; ¿Con frutas dentro? Eso es una porquería, y los peores los mon chéri.




Hagan el experimento, mis queridos 14 lectores. La próxima vez que les regalen una caja de bombones o quieran contribuir a su diabetes latente -- que no diabetis -- comprándose una cajita, con la excusa de que el chocolate levanta el ánimo, comprueben que siempre, al final, quedan unos cuantos, los que nadie quiere desea hasta que no les queda otra.

Queda demostrados, pues, que la santa madre de Forest Gump no tenía razón, o el chaval no se explicaba bien: si la vida es una caja de bombones, todo el mundo intenta evitar lo que no quiere...pero al final hay que terminarse el puto bombón relleno de fruta...

miércoles, 11 de febrero de 2009

El también lo haría

Había un anuncio protagonizado por un perro que abandonaban en una cuneta que provocó la lágrima de más de un niño. El final del melodrama condesado en un spot de 30 segundos se leía un lema: "Él no lo haría".

Pues yo creo que éste perro, si hubiese podido, habría dejado a sus dueños encerrados en el coche y para ir a zamparse la mejor pizza del mundo:



Aunque hay que reconocer una cosa: el cabrón sabe poner cara de pena.

lunes, 9 de febrero de 2009

Gilipollas, cara de gilipollas, gilipollez

Gilipollas: dícese del conductor de metro que cuando ve llegar a un pasajero corriendo al aviso del cierre de puertas, decide cerrárselaa en sus narices, esboza una sonrisa y emprende la marcha dejando al pasajero en el andén.

Cara de gilipollas: dícese del gesto que se le queda al pasajero tras correr 25 metros en dirección del metro que está en el andén y ve como el conductor cierra la puerta en sus narices, esboza una sonrisa, emprede la marcha dejándole en el andén y ve como el siguiente tren no llegará hasta dentro de 7 minutos.

Gilipollez: dícese de la carrera que se echa el pasajero cuando oye que un metro está en el andén y sabe que lo único que va lograr es que un conductor gilipollas le cierre la puerta en sus narices, esboce una sonrisa y empranda la marcha dejándole en tierra.

PS: No son todos, pero hay algunos conductores del Metro de Madrid que te ven que llegas y cierran la puerta en tus narices. Éste post esta dedicado a ellos, pero también a los pasajeros que como yo hacen la gilipollez de echar la carrera, como si ese fuera el último tren.

martes, 3 de febrero de 2009

Tres euros

Tres euros cuesta una revista mensual; con tres euros te puedes comprar un champú de los buenos, o una colonia olor a lavanda para después de la ducha; tres euros viene a costar 120 gramos de nueces; tres euros es lo que te pueden cobrar por un caña, una bebida, en la plaza mayor. Hoy con tres euros te puedes comprar un par de acciones de una constructora que hace dos años era la leche. Tres euros es lo que me costó un paraguas.

Llovía; mucho; era imposible no mojarse, no llegar empapado. Me había dejado mi buen paraguas en casa, y volver a por él me haría llegar tarde, una opción descartada cuando has quedado con una chica a la que quieres camelar y a la que dejas que te camele; ahora no recuerdo si era la primera cita -- soy un clásico, siempre opto por el cine --; pero desde luego, no podía llegar ni tarde al cine ni tampoco empapado. Así que entré en un chino; en verdad no era un chino: costaba lo mismo que un establecimiento de chinos, pero no estaba regentado por chinos; vaya, "el todo a 100"de siempre, pero con aire más pijo. Tenían paraguas de todos los tipos: compactos, infantiles, de bastón, transparentes, enormes...Un buen elenco.

Los había de todos los precios. En un paragüero improvisado -- una cilindro de metal con un personaje infantiloide dibujado que fue concebido como papelera -- tenían unos paraguas negros. Estaban de oferta. Hubo un día en el que costaron cinco euros, cifra tachada y sustituida por un tres. Eran grandes, como los que usan los golfistas. Los paraguas de golfistas son los monovolúmenes de su género: debajo cabe toda una familia. Me llevé la mano al bolsillo de mi pantalón. Tenía justo los tres euros. Lo recuerdo porque eso fue lo que me hizo decidirme por un paraguas tan enorme como endeble y barato. Sabía que no me iba a durar mucho, pero era un apaño para llegar más o menos seco y en punto a la cita.

"¿Te gusta mi paraguas?", le pregunté a ella nada más verla, ya saben, para ponerla a prueba; "Si, está muy bien, es muy grande", me dijo; "Cabemos los dos", le dije, y así empezó el camelo, otra historia que no viene a éste cuento.

No terminó de llover en toda la noche, y el paraguas de tres euros vino muy bien en el transcurso del cine al restaurante, del restaurante al Pepe Botella, y del Botella a esperar pasar tres búhos. No teníamos prisa en que ella se subiera al autobús.

Cuando llegué a casa serían las cuatro de la madrugada. En mi portal se refugiaba de la tromba una chica. Era muy guapa. Ahora la asocio a la viva imagen de Vanesa Paradis, ese estilo de mujer muñeca que impacta, que te deja embobado. Vestía un vestido negro, no sé si era corto, largo, pero me gustó. Hablaba con su chico. No sé porque me hice a la idea de que era su chico. Podía estar hablando con su hermana, con su primo, o con el chófer de papá. Pero yo me hice a la idea de que era su chico, y su chico es. "Estoy en la calle Viriato, en un portal", pude llegar a oír mientras me acercaba. Salío y mojándose un poco más, leyó el número. Le hice un gesto cordial -- tal vez baboso, recuerden que era algo parecido a Vanessa Paradis, y la salivación se impone -- para que me dejara entrar. Sonrió, y se retiró a un lado para que yo pudiera abrir la primera puerta de la fortaleza.

No me di la vuelta hasta que no llegué a la puerta de cristal y madera. Entonces le pregunté que si quería esperar dentro del soportal. "No, no gracias, vienen a buscarme enseguida". No insistí. Pero fui hasta la puerta para tenderle por la rendija el paraguas. "Cuando vengan a por tí tíralo dentro, mañana lo recupero". Ella sonrió. "Gracias", y lo aceptó. "¿Como te llamas?"; "Moeh"; "¿Cómo el de los simpson?"; "Si", "Gracias Mou", y sonrisa.

El paraguas no lo recuperé yo; fue mi portero. "Te han dejado el paraguas y una nota", me dijo. Estaba escrita en un parte de accidentes de coche, de esos que todo el mundo lleva en la guantera junto a los recibos de los seguros y demás documentación del coche: "Gracias Mou por evitar que me coja un catarro. Besos, Carmen".

No volví a saber nada de Carmen. El paraguas siguió conmigo una larga temporada. Casí no lo usé. Tenía otro mejor, más pequeño. El paraguas monovolumen lo usaron mis amigos cuando venían a casa y les sorprendía la lluvia; lo usó mi hermana un par de veces; nunca esperaba su reintegro, pero siempre me lo devolvían. Creo que no le merecía a nadie quedarse con un paraguas endeble de tres euros.

Habló de él en pasado. Su final empezó cuando me dejé el paraguas titular en un vagón del AVE a Toledo. Desde entonces, en esta semana, he tenido que usar el monovolumen. Últimamente su ubicación se encontraba en el interior de un jarón largo que tengo a la entrada. El jarón es tan largo que, como si fuera una boa y el paraguas un ratón, se lo tragaba. De allí lo saqué para siempre, porque ayer ya volví sin él.

El domingo, el paraguas monovolumen pero endeble de tres euros fue perdiendo piezas por el metro cuando volvía tarde de trabajar juntando letras. Me trajo hasta casa. Supe que pedirle otra misión era una heroicidad para él. Sin embargo ayer insistí. No llegó ni a los 20 metros. Pero supo morir. Lo hizo cuando no llovía fuerte, solo unas gotas esporádicas. Y se deshizo entero, a la altura de un contenedor de obras. Intenté recomponerlo. No hubo manera. Miré al contenedor y lo deposité dentro. Allí terminó.

Hoy llueve en Madrid. No tengo paraguas. Ni bueno, ni malo. He decidido comprarme uno de calidad mediana. Quizá algún día me lo deje en casa y tenga que comprarme otro monovolumen de tres euros, en el que quepan dos cómodamente, sea la salvación para una chica de belleza angelical, y refugio para familiares y amigos en caso de olvido o lluvia sorpresiva...aunque las historias, no se suelen repetir, y menos por tres euros.