Se enamoró un día en una sala de un chat. Su nick, Princesa. Él le pedió que le dejará ser su príncipe. Ella le respondió que todos le pedían lo mismo. “Yo te ofrezco el reino de mis pasiones, y la soberanía de mis sentimientos”. Ella sonrió y exclamó: “¡por fin un poeta!”.
Era una princesa como jamás había soñado: guapa, sin que ahora nos importen los detalles, sonriente, simpática, amable para hablar y tratar, y amable para ser querible. Ella vivía lejos, en otro país, en otro continente. Empezó a recitarle, perdón, teclearle poemas. Eran todos suyos, aunque escritos por otros, sentidos por él. Se enamoró, y comenzó a pasar horas delante de la pantalla del ordenador.
Se sentía cada día más feliz; hasta que un día, por la pantalla de su ordenador, ella se sinceró: había otro; éste real. Y ella no podía decidirse. Le pedió tiempo, le pidió paciencia. Esa noche un dolor de espalda se instaló en él. No podía dormir, porque le acompañaban a la par el dolor de su espalda, y la inquietud de su amor. Decidió seguir pasando horas delante de ella, aunque en la distancia de una conexión ADSL. Estaba convencido de que él era mejor porque tenía el don de la palabra.
Los suyos se dieron cuenta de que el dolor de espalda le estaba amargando la vida. Se había convertido en arisco. Se compró una silla más cómoda, para pasar mejor las horas frente del ordenador. Ella comenzó a distanciarse, a hacerse todavía más virtual. Quiso ir a verla, dejarlo todo porque sentía, de manera tonta y estúpida, que ella lo era todo. Cada día el dolor crecía, acompañado de una espalda maltrecha.
Decidió ir al médico. Una hernia, una operación y solucionado. Tras dos meses seguía igual de maltrecho y con ella fría, helada.
Decidió desinstalar todos los programas de mensajería que con ella usaba; decidió pegar un post is en su pantalla que sólo él entendía: “nada da...nada obtienes”. Con leer eso, la tentación se disipaba.
Pese a todo, a dejar incluso de sentarse frente del ordenador, el dolor de espalda continuaba.Fue un día en que todo encajó: se dio cuenta de que el corazón le había bajado a la espalda. Y solo el día en que logró reducirla a un dulce y amargo recuerdo, consiguió que el corazón volviera a su sitio, y volvió a ser feliz.
Se sentía cada día más feliz; hasta que un día, por la pantalla de su ordenador, ella se sinceró: había otro; éste real. Y ella no podía decidirse. Le pedió tiempo, le pidió paciencia. Esa noche un dolor de espalda se instaló en él. No podía dormir, porque le acompañaban a la par el dolor de su espalda, y la inquietud de su amor. Decidió seguir pasando horas delante de ella, aunque en la distancia de una conexión ADSL. Estaba convencido de que él era mejor porque tenía el don de la palabra.
Los suyos se dieron cuenta de que el dolor de espalda le estaba amargando la vida. Se había convertido en arisco. Se compró una silla más cómoda, para pasar mejor las horas frente del ordenador. Ella comenzó a distanciarse, a hacerse todavía más virtual. Quiso ir a verla, dejarlo todo porque sentía, de manera tonta y estúpida, que ella lo era todo. Cada día el dolor crecía, acompañado de una espalda maltrecha.
Decidió ir al médico. Una hernia, una operación y solucionado. Tras dos meses seguía igual de maltrecho y con ella fría, helada.
Decidió desinstalar todos los programas de mensajería que con ella usaba; decidió pegar un post is en su pantalla que sólo él entendía: “nada da...nada obtienes”. Con leer eso, la tentación se disipaba.
Pese a todo, a dejar incluso de sentarse frente del ordenador, el dolor de espalda continuaba.Fue un día en que todo encajó: se dio cuenta de que el corazón le había bajado a la espalda. Y solo el día en que logró reducirla a un dulce y amargo recuerdo, consiguió que el corazón volviera a su sitio, y volvió a ser feliz.
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